Han pasado ya algunas décadas desde que este país afrontara uno de los grandes retos que debe orientar cualquier sistema educativo: la constitución de una red de centros que procure la atención igualitaria de la ciudadanía, la socialización en la diversidad, la educación para la cohesión social.
Cuando en los comienzos de la década de los 80 del siglo pasado el impulso de la renovación pedagógica, las reformas curriculares, la revitalización en la formación del profesorado y tantos otros frentes educativos adquirieron una energía estimulante y esperanzadora, también se abrió paso de manera generalizada, por vez primera, la atención a la diversidad. Fue entonces cuando se afrontó, entre otros, el proceso de escolarización generalizada de la comunidad gitana y se comenzó el proceso de progresiva desaparición de los centros específicos.
No dudamos en aquel momento en lo prioritario: establecer una red de centros igualitaria, acabar con los guetos escolares y trabajar en todos los centros desde una perspectiva de educación en la diversidad y para la superación de la desigualdad. Cierto que con muchos matices, correcciones y contradicciones; pero, inexorablemente, las políticas de “educación compensatoria”, de “atención a la diversidad” y de “educación intercultural” fueron consolidándose como un instrumento indiscutible en esa dirección.
Desde nuestra Asociación hemos vivido este proceso en primera línea, con la privilegiada perspectiva que nos ha ofrecido nuestro trabajo en los centros, en los barrios, y nuestra especial vinculación con la comunidad gitana.
Han pasado más de treinta años y hoy, bien entrado el siglo XXI, no podemos (no debemos) asistir impasibles a un proceso que, contrariamente a lo perseguido durante tanto tiempo, consolida y legitima la clasificación y guetización de los centros escolares.
Nuestro análisis de la realidad educativa que vivimos diariamente, así como de las políticas educativas que se plantean, nos permite constatar que este proceso se da por una doble vía:
Nuestro trabajo en las diferentes Comunidades Autónomas constata una realidad repetida: centros que se guetizan, movimientos de matrícula que consolidan procesos de segregación escolar, porcentajes de alumnado que no se corresponden con la diversidad sociocultural de su barrio o zona de influencia, conformación de una imagen de centros de “bajo estatus” y huida de matrícula… Y aunque en ocasiones la segregación escolar pueda entenderse asociada a la segregación residencial, este factor no explica la situación de muchos otros centros en los que se produce este mismo fenómeno.
Disponemos ya de estudios que constatan estas circunstancias de manera repetida en diferentes contextos y comunidades. Sin duda, será necesario abundar en trabajos cualitativos que nos permitan reconocer los factores recurrentes y las variables repetidas más allá de las que reconocemos en nuestros análisis de casos. Y, por otro lado, también necesitamos estudios cuantitativos que constaten la dimensión del fenómeno y permitan dibujar un mapa de su alcance.
Pero ya hoy debemos denunciar que este proceso se produce y se agrava. Y que esta situación no hace sino fomentar la segregación de poblaciones escolares (y, en particular, de la gitana), provocar la desigualdad de oportunidades, alentar de nuevo la generación de imágenes prejuiciadas y estereotipadas, dificultar la cohesión social y la convivencia. En suma, atentar contra la equidad y la justicia social.
Los hechos son producto de dinámicas sociales complejas. Y en estas dinámicas interviene, cómo no, la fuerza de las ideas. Decíamos en un documento anterior, a propósito del análisis de la LOMCE, que no hay educación neutral, ni leyes educativas neutrales. Pues bien, las políticas educativas conservadoras que vienen desarrollándose estos últimos años han apostado, sin neutralidad, por promover y legitimar los procesos que hemos descrito y que ya muestran una realidad de facto.
En el marco de las reformas conservadoras de este gobierno, la LOMCE supone un instrumento más al servicio de una ideología meritocrática y clasista que legitima los procesos de selección del alumnado, su segregación y, en suma, la naturalización de su desigualdad. Porque, más allá de la LOMCE, la cobertura ideológica a todo este proceso es el discurso sobre la estratificación social y su consecuente correspondencia en la clasificación y/o segregación de centros educativos. Una propuesta para la que encontramos diversas y complementarias medidas: la clasificación y especialización de centros, los rankings, la vinculación recursos-resultados, la competencia, las reválidas y estándares de competencias, la educación segregada (o “diferenciada”, por denunciar el eufemismo), los centros “de excelencia”, la gerencialización de la función directiva, la promoción de zonas únicas en los procesos de matriculación, etc.
Todas juntas, estas medidas conforman la maquinaria necesaria para promover segregación, tanto en relación al alumnado como, complementariamente, a las redes escolares pública y privada. Se legitima un proceso que acaba generando una ideología de banalización de la diversidad y de naturalización de la desigualdad. Para este propósito es muy útil (y, con frecuencia, encuentra simpatía en buena parte de la opinión pública) la idea de la "medida del talento" como factor objetivo de diferenciación y, consecuentemente, la necesidad de especialización de centros, de las diferentes respuestas para adaptarse a las tipologías de alumnado, la utilidad de las medidas estándar de resultados, etc. Todo este conjunto de respuestas establecen un engranaje coherente a los principios de selección y segregación del alumnado, a la naturalización de sus diferencias en razón de sus "talentos” y “capacidades", a la legitimación de su selección. Sabemos bien por nuestra experiencia que, cuando se instala este tipo de ideología, la diversidad pasa a utilizarse como factor de diferenciación, de segregación o, en su caso, de exclusión. Y que en este proceso, no hay duda de que quienes más pierden son los más débiles.
Es triste constatar cómo hemos llegado hasta aquí. El transcurso de las décadas añade perspectiva y claridad al análisis: no podemos permitir que el camino recorrido dibuje un itinerario circular que nos devuelva a realidades de hace más de treinta años. No podemos consentir que políticas del siglo XXI contribuyan de nuevo a la falta de equidad, a la injusticia y la desigualdad de oportunidades, a la segregación y la marginación. No debemos asistir a este proceso sin denunciar a sus agentes, sin agitar el debate, sin actualizar nuestro compromiso.
No era esto lo que proyectamos entonces ni es lo que hoy se merecen nuestros niños y niñas, nuestra ciudadanía, nuestra sociedad.
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